domingo, 19 de diciembre de 2010

Silencio

- Buenos días Elena -
- Buenos días Javier, ¿que tal?- respondió Elena sin mucho ánimo, mientras movía rítmicamente la cucharilla dentro del café.
- Pues yo bien, pero tuuu- Javier hizo una pausada decreciente para coger impulso - ¡¡¡¡Felicidades!!! Hoy es tu cumpleaños. ¿Cuantos caen?
- 25 - Respondió con fastidio - ¿Cómo lo has sabido?
- Trabajo en Recursos Humanos, ¿recuerdas? Tengo acceso a las fichas de todos los trabajadores- Expuso orgulloso. - Me debes un café.
- Sí, por supuesto- Sonrió vagamente- Hasta luego.
- Hasta ahora.
Javier abandonó el despacho en el que Elena pensaba ahogar su monotonía diaria mientras mareaba el café. "Cumpleaños" pensó.  Elena odiaba su cumpleaños. Odiaba las fechas en general, eran tan necias como las costumbres.
La luz de la impresora se había encendido. "Papel, pensó" Estaba imprimiendo un listado bastante extenso, y la máquina se había quedado vacía. Se levantó con la parsimonia de quién no le apetece hacer nada, e intentó abrir el cajón de la impresora. "se ha atascado" pensó. Tiró con fuerza, hacia si misma sin mucho éxito. Repitió la operación una y otra vez, cada vez más mal humorada, hasta que de pronto, el cajón salió disparado, haciendo que Elena perdiera el equilibrio y cayera al suelo. Cayó, y se golpeó fuerte. Cayó, y un monstruoso estruendo invadió sus oídos. Cayó, y no pudo escuchar como su cuerpo se estrellaba.
- ¡Joder! que es eso que suena, ¡Por qué no me oigo! !No me oigo, no puedo oírmeee!
El estruendo cesó de golpe y con él, el mundo guardó silencio. Elena intentaba inútilmente
escuchar su propia voz. Su garganta se desgarraba en un necio y estúpido esfuerzo por llegar a sus oídos. Pero no podía escuchar. Dudó unos segundos. No sabía si el problema era que no podía oír, o que no podía hablar. Y entonces, intentando encontrar su propia voz, comenzó a golpear la pared. Nada. El más absoluto vacío llenaba sus tímpanos. Tiró la impresora, golpeó los cristales, chilló y chilló, con más fuerza y aporreo puertas y armarios. Nada.
De pronto se abrió la puerta del despacho. Elena postrada en el suelo, golpeando la tarima. Sus compañeros de trabajo, en el umbral de la puerta contemplaban la escena atónitos. Hablaban, pero ella no podía oírlos. Javier intentó acercarse. Pero ella no podía escuchar sus pasos. El sí oía sus chillidos. Elena arrodillada, continuaba chillando en una esquina de la habitación, hasta que de pronto, presa del pánico y la ansiedad, cayó desmayada al suelo.
- Son las 7, las seis en Canarias - Elena despertó empapada en sudor. Su respiración apresurada, era como la de un moribundo que vuelve a la vida. Miró la habitación. Consultó el reloj, y de pronto cayó en la cuenta. - "Las seis en canarias". Lo había escuchado.
Sin perder tiempo, corrió al baño y se contemplo en el espejo. -"Una pesadilla" -dijo. En otras circunstancias lo abría pensado, pero quería decirlo. Quería oír su voz, una y otra vez, para demostrarse así misma que podía hacerlo. "Una pesadilla". Entre alegría y confusión, comenzó a prepararse para ir al trabajo. Subió la música, cantó en la ducha, hizo todo el ruido posible al preparar el desayuno. Todo para seguir comprobando que todo estaba bien, que había sido una pesadilla, solo eso.
Cogió el coche y se encaminó al trabajo. Música, tráfico, bullicio, calles, gente, el sonido del telefonillo a la entrada de la empresa, y los buenos días de la recepcionista. Todo estaba ahí, como cada día.
Aliviada, sacó un café de la máquina, y por fin tranquila, se preparó para un monótono día de trabajo.
- Buenos días Elena -
- Buenos días Javier, ¿que tal?- respondió Elena sin mucho ánimo, mientras movía rítmicamente la cucharilla dentro del café
- Pues yo bien, pero tuuu- Javier hizo una pausada decreciente para coger impulso - ¡¡¡¡Felicidades!!! Hoy es tu cumpleaños. ¿Cuantos caen?
- 25, ¿Cómo lo has sabido?- De pronto un escalofrío recorrió todo su cuerpo- Quiero, decir, sí es mi cumpleaños, gracias por acordarte- Dijo apresurada intentando cambiar el ritmo de la conversación.
- Trabajo en Recursos Humanos, ¿recuerdas? Tengo acceso a las fichas de todos los trabajadores- Expuso orgulloso. - Me debes un café.
- Hoy a la salida tenía pensado tomar algo en la cafetería de abajo, te apuntas?- Tiene que contestar otra cosa, tiene que contestar otra cosa, se repetía.
- Hasta ahora.
- Javier, vendrás?- Tiene que contestar, tiene que contestar.
Pero Javier ya se había ido. De pronto la luz de la impresora se encendió demandando papel. -  No puede ser, esto no está pasando – se decía – No es posible.
Elena se levantó, como si se encaminara hacia su sentencia de muerte, y se quedó delante de la impresora. La luz continuaba parpadeando, un rápido parpadeo que la angustiaba cada vez más. No supo qué hacer ni como seguir. Las sienes le ardían y el cuerpo le quemaba. Por sus manos corría un frío sudor que auguraba un final incierto.
De pronto, con la vista perdida y las manos temblorosas, comenzó a llorar. Fue un llanto íntimo, de los que casi no se oyen. Pero Elena lo oía, y atrapó en su cerebro el sonido de ese llanto, mientras sus manos seguían temblando. Entonces, tiró del cajón de la impresora.

Pilar-rdt




viernes, 10 de diciembre de 2010

Cecilia

Cecilia pertenece a una raza de gigantes, expertos en deslizarse a través de escaleras mecánicas. Los ruidos la hacen estremecer. La desconciertan los chillidos de los trenes, el tintinear de los cubiertos de su madre. Entonces comienza a dar saltitos, gritos ahogados, su garganta se cierra, se asfixia. Mamá grita y llora. Lo mejor es no salir de casa, ahí están las burlas, las miradas.Cecilia  vive bajo sospecha. Su madre repite una y otra vez  cada palabra, da instrucciones con insistencia, tanta que ella las olvida con facilidad. Se desbarata.
Aquí dentro están las pesadillas, engrandeciéndola, estrechándola. A veces aparecen perros, intentan devorarla, perros negros más grandes que ella, uno se acerca y la muerde. Es diminuta, los dientes se cierran sobre su hombro, lucha, introduce su otra mano en esa enorme boca. Usa toda su fuerza e intenta separar una mano de la otra, siente la mandíbula desencajarse, siente el crujir del paladar. Los huesos se separan, los ligamentos, trozos de tejidos cuelgan esparcidos por el piso, el animal aún respira, la mira sin ojos, irreconocible en esa maraña de sangre esparcida por el piso. Cecilia despierta, no puede respirar, su mano está tan dentro de su garganta, duele. Tose, el  vómito sube hasta su boca, llora, recuerda con nitidez las sensaciones, el olor desagradable de la sangre, de la muerte,  el aliento fétido.  No se lo dice a madre, no quiere despertarla y calla, llora en silencio, es necesario.
En otra pesadilla aparece ella, mutilada, delgada, escurridiza, tiene los huesos pegados a la piel, le es imposible levantarse, el peso de su esqueleto es demasiado grande, su cabeza es de tamaño normal y pesa mucho más que su cuerpo entero. Entonces aparece de nuevo,  Cecilia, sin alterar sus proporciones. Se miran con odio, sus rasgos se han descompuesto por completo. La extraña, la enferma abre los labios, deja salir un líquido viscoso. Son una misma, lo saben, piensa que debería sentir lástima de ese cuerpo deforme. Sin embargo, se acerca, se refleja dentro de esos ojos incendiados y usa todas sus fuerzas, el cuello cruje, la lengua cede y se escurre fuera de la boca. Entonces introduce sus manos dentro de esa boca, siente los órganos cediendo a la violencia de las manos. Los ojos ya no odian; suplican, gimen, se reconoce por completo en su propio rostro y sin embargo  tira, desgarra su carne, los músculos se abren, se separan, los huesos crujen, la mandíbula se rompe, su cabeza se parte en dos mitades, una masa informe, roja y gris escurre entre sus manos. Sonríe satisfecha. Entonces se despierta, quita los dedos de su garganta, tose, el esfuerzo la obliga a vomitar. Se acurruca sobre la cama ¿Dónde está mamá? Recuerda, mamá se acerca, la ha atado a una silla, coloca la plancha cerca de sus piernas, mamá sonríe, la educa,  le enseña a huir, le enseña a no incendiarse. La plancha arde sobre la piel, se funde en esa placa metálica. ¿Dónde está ahora? mamá la ha cuidado, la ayudó a huir de la fatalidad, le ha enseñado a verse con claridad, a saber que a pesar de su aspecto repugnante los demás pueden sentir lástima. Grita, la busca, pero mamá no acude ¿Quiénes son esos hombres que la atan a la cama? ¿Quiénes son estos hombres de blanco que la sujetan para impedir que asfixie a esa que aparece por las noches?


orquidea psicopata

jueves, 9 de diciembre de 2010

Las ratas

El portazo seco y sonoro apago la ultima luz que se colaba en aquel cuarto, antes de que mi padre pudiera oír mis gritos. Yo tenia seis años y no era la primera vez que mi padre me castigaba, encerrándome en el cuarto de los ratones. Era un cuarto pequeño, sin ventanas, que mi madre utilizaba para guardar las objetos que había atesorado en su primer matrimonio. Mi padrastro consiguió que ella se deshiciera de cualquier recuerdo de su vida con mi padre, hasta que en la casa únicamente quedaron mi madre y sus tres hijos como memoria de un pasado aún cercano. Todo lo que hacia falta en la casa, lo compro mi padre de nuevo.
Yo bajaba alguna vez con mama al sótano y mientras ella colocaba las cosas, con prisa para no retrasarse, yo miraba muy quieto desde la puerta, aquel cuarto que me parecía un panteón de cosas muertas. Poco a poco habían anidado las ratas en él y ahora lo tenían todo invadido. Nada escapaba a su ansia de morder: ni los muebles, ni los cuadros, los juegos de cama y mesa, regalos de boda, prendas de abrigo etc, todo estaba almacenado y roído en aquel cuarto pequeño lleno de trastos.
Solo a oscuras en aquella habitación, recuerdo el frío y la humedad mientras oía el diminuto sonido de las uñas de las ratas corriendo a mi alrededor por el suelo o por la pared tan cerca de mi que me orine dos veces aquella tarde. El olor acido de la orina pareció excitarlas aun mas y llegaron a trepar por mis piernas mas arriba de las rodillas sin que yo paralizado por el miedo pudiera evitarlo. Cuando mama vino a sacarme de allí tenia tantas mordeduras en las piernas que tarde seis meses en curarme. Las primeras semanas, apenas conseguía cerrar los ojos, volvía a oír los pasos y los chillidos agudos de las ratas a mi alrededor. Mama durmió conmigo durante casi dos meses.
 Después murieron mis dos hermanos. Salieron de paseo un día con mi padre al río y no volvimos a verlos. Mi padre decía que se había volcado la barca y que no pudo hacer nada por ellos. Mama nunca se repuso. Durante casi dos años estuvo prohibido que nadie bajara al sótano. Nadie. Ni mama, ni los criados ni yo podíamos bajar. Únicamente él y por obligación lo hacia asegurándose antes de que nadie le siguiera.
La siguiente vez que mi padre me encerró en ese cuarto tenia nueve años y antes me había dado una paliza tan brutal que perdí el ojo izquierdo de un puñetazo y me estallo el bazo de un patada cuando ya estaba en el suelo. Que me rompiera el brazo a la altura del codo por donde se veían aparecer dos huesos astillados era lo que menos me dolía. Finalmente me arrastro hasta aquel cuarto y me dejo en él, caído. Recuerdo la humedad y el frío en mi cara reconfortándome ante el dolor de los golpes. Recuerdo las zancadas diminutas llegando al galope y recuerdo que apenas pude levantarme llorando de dolor y de miedo para quedar medio recostado en algún mueble. Y recuerdo los chillidos de excitación de aquellas ratas bebiendo la sangre que me caía del brazo roto y como subían por mis piernas y mi cuerpo para saciarse por completo.
Los médicos dijeron mas tarde que el ojo había quedado en el suelo al incorporarme y que no podía sentir las mordeduras del brazo debido al dolor. Tarde ocho meses en curar las heridas y durante todo ese tiempo supe que las ratas antes o después terminarían devorándome como habían hecho con mi brazo.
Mama murió aquel mismo año. Yo creo que murió de pena. Mi padre aunque había suavizado mucho su actitud hacia mi (supongo que por verme manco de un brazo) no dejaba de golpearme sin venir a cuento en cuanto podía. Por las noches en la oscuridad de mi cuarto podía oír los chillidos de aquellas ratas y no dejaba de torturare pensando que pronto moriría bajo sus afilados dientes.
Cuando cumplí doce años mi padre me cogió de brazo que me quedaba y me llevo hasta el corral de las ovejas donde había preparado una para matarla. La oveja atada de una sola vez por las cuatro patas miraba sin comprender y de vez en cuando emitía un balido lastimero. Mi padre me puso delante de ella y me dijo: “Este es tu regalo” y saco de una funda de cuero un cuchillo con el mango de nácar y la hoja afilada. “Tu madre lo compro hace mucho tiempo para ti. Ahora quiero que mates esta oveja. Con lo que te queda de brazo sujétale el cuello y con la otra mano córtaselo para que se desangre”.
 No puse ninguna resistencia y unos instantes después el animal me tiro al suelo al sentir el corte profundo de mi cuchillo en su garganta. Un chorro de sangre caliente y dulce de aquella oveja que intentaba desesperadamente romper sus ataduras mientras sus ojos se volvían opacos, manaba de su cuello como un grifo abierto, salpicándome la cara y el cuerpo. En ese momento supe como se sentían las ratas ante la sangre. Desde aquel día los chillidos de las ratas me acompañaron en todo momento.
Pasaron dos años y yo, por las noches, dormía con el cuchillo en la almohada y de día lo llevaba escondido debajo de la ropa. No quería sepárame de él para sentirme protegido y a pesar de ello seguía oyendo los agudos chillidos dentro de mi cabeza. Todo el tiempo era lo mismo. Una tarde no pude aguantar más. Tenia que bajar al cuarto a coger unos lazos de color negro que poníamos por toda la casa el día siguiente, el día de difuntos, y que mi madre guardaba en aquel cuarto, sobre el estante alto. Había decidido bajar aquel cuarto y acabar con todas la ratas una a una con mi cuchillo. No sabia muy como hacerlo ni el tiempo que me llevaría pero sabia que no podía esperar más.
Y allí me encontraba con la puerta abierta y el miedo comiéndome por dentro, viendo a las ratas correr alborotada en todas direcciones y diciéndome a mi mismo que aquello no iba a ser fácil, cuando un golpe seco en los riñones me hizo caer de bruces. Instintivamente me revolví y conseguí sentarme en el suelo mientras que sacaba de entre las ropas mi cuchillo. No se muy bien como pero  alcance a cortar algún tendón de la pierna de mi padre que furioso y sorprendido por mi defensa cayo en el cuarto golpeándose con un mueble y perdiendo momentáneamente el conocimiento.
Mientras la ratas corrían en todas las direcciones buscando donde esconderse yo no lo dude un instante y me tire sobre mi padre cortándole limpiamente de un lado al otro su vientre, y por el que empezó a manar abundante sangre. Era tan profundo el corte que dejo a la vista las tripas y los intestinos y mientras mi padre recobraba con urgencia el conocimiento yo empecé a tirar de aquellas vísceras suaves y calientes hacia fuera de su cuerpo con la única mano que me quedaba. Unos instantes después mientras mi padre comprendía todo lo que estaba pasando, yo cogí mi cuchillo, aún hundido en su costado y salté hacia la puerta  justo en el momento que empezaban a llegar las ratas al olor de la sangre chillando alborotadas. Lo ultimo que recuerdo de él fue su mirada de terror y como habría despacio la boca dispuesto a gritar tan fuerte como le permitieran sus fuerzas mientras intentaba recogerse las tripas del suelo con las dos manos.
El portazo seco y sonoro apago la ultima luz que se colaba en aquel cuarto, antes de que mi padre pudiera oír mis gritos. “Púdrete en el infierno maldito bastardo” – le escupí con todas mis fuerzas desde el otro lado de la puerta- Luego mi padre empezó a aullar de dolor y ya no pude oír las ratas. Y nunca mas he vuelto a oírlas.

nrq/dic2010