miércoles, 23 de marzo de 2011

Patatas a la importancia


Ingredientes
4 patatas grandes
1 cebolla
1 huevo
1 diente ajo
harina
1 pastilla caldo pollo
aceite
colorante o azafrán
perejil
sal

I)
Durante años intentó que su hijo comiera patatas. Las cocinó de todas las maneras posibles. Fritas, guisadas, cocidas, al vapor, hervidas… pero daba igual, cada vez que le acercaba un trozo de patata a la boca, se negaba en redondo a abrirla y lloraba haciendo pucheros y moviendo las manos como si le atacara un enjambre de avispas.
Si en alguna ocasión durante aquellos seis o siete años consiguió engañarle y a traición le metía en la boca un trozo de patata nada mas darse cuenta abría la boca y con los ojos mirando al infinito se negaba a respirar como si tuviera una reacción alérgica. Según se iba poniendo morado sus ojos se volvían hacia los suyos desafiándole y poniendo en duda que fuera a permitir su muerte. Una vez llego a perder el conocimiento y cayo desmayado a mis sus mientras él aprovechaba urgentemente aquellos momentos para sacar la patata de su boca antes de que se dejara matar de verdad. Desde entonces cuando empezaba con aquella absurda demostración de fuerza se apresuraba a coger rápidamente la patata de entre sus dientes momento que el cerraba su boca y le castigaba por el intento.
La primera vez que le dio una patata tenia dos años. Después de pelarlas las cotaba en rodajas ni muy grandes ni muy pequeñas y el pequeño se entretenía en jugar con ellas haciendo montones sobre la mesa de la cocina y partiendo algunas por ver como sudaban su jugo y salpicaban a la vez que oía el chasquido entre su dedos. Miraba fijamente cuando las daba la vuelta en la sartén y se fijaba extrañado en el goteo de aceite que dejaban desde la esta a la fuente mientras el humo picante y denso, se olía en toda la cocina.
Al finalizar siempre cogía una para él. Una de las primeras que había sacado de la sartén. Una que se aseguraba de que no quemara acercándola a sus labios para dársela después. Él no apartaba su vista de aquel trozo de patata que había sido su juguete y mirándola extrañado sin que se pudiera saber que estaba pensando. La tomaba y le miraba como pidiendo permiso mientras se la llevaba despacito a la boca.

Pelamos las patatas y las cortamos a rodajas de 1 cm aproximadamente. Las pasamos por harina y huevo batido con sal. Freí­mos las patatas hasta que las veamos doradas y las ponemos en una cazuela ancha. Con el mismo aceite donde hemos freí­do las patatas freí­mos ahora la cebolla junto con el ajo, ambos bien picados, con un poco de perejil. Añadimos 1 cucharada de harina y la mezclamos con el aceite. Vertimos entonces dos vasos de agua con el colorante. Cuando hierva la mezcla, la echamos en la olla junto con las patatas y le añadimos la pastilla de caldo. Hervimos a fuego suave 20 minutos.

II)
Mi padre decía que las patatas le hacían llorar. Y no porque no le gustasen. Recuerdo como se le humedecían los ojos cuando en casa había patatas para comer. Era ver las patatas y emocionarse. Contaba entre risas que de pequeño se había quemado comiendo una patata.  Como mas le gustaban eran guisadas con arroz y muchas veces mientras comía tenia que secarse las lagrimas con la servilleta y luego seguía comiendo. Mi padre siempre contaba que las patatas habían sido su vida. El las recogía del campo, las almacenaba cuidadosamente para que no se estropearan y escogía las que íbamos a comer. El resto las dejaba para la próxima siembra y para vender en el pueblo. Dos veces por semana enganchaba el carro a “Paquillo” nuestro burro de toda la vida y se llegaba hasta el pueblo a la tienda del “marino” de nombre Juan que había heredado el mote de un padre que una vez monto en barco o eso decía porque nadie lo había podido comprobar. Al “marino” le vendía las patatas y alguna que otra cosa que cultivaba. Con aquel dinero compraba para ir tirando, mal, un par de meses, algún cacharro por encargo de mi madre, unas alpargatas para Félix y poco mas.
En época de siembra las que había separado la temporada anterior las volvía a llevar al huerto y allí las preparaba para plantar. Unas enteras, otras partidas en trozos según el tamaño y siempre asegurándose de que tenían dos o tres “ojos” como él decía para asegurarse de que “salieran”. Tenia un palo de unos sesenta centímetros que le duro muchos años y con el que media exactamente la distancia que debía haber entre una planta y otra. Así pasaba su vida. Entre tanto regaba, cuidaba, quitaba malas hierbas y lloraba de vez en cuando. Si alguna vez le preguntábamos, decía que de pequeño se había quemado con un patata.